jueves, 26 de julio de 2012

El Abismo de Melth


Mira allá en la lejanía, allí donde se funde la realidad con tus sueños y anhelos; allí donde la luz resplandece. Y observa como cae el sol sobre tu horizonte. Respira el olor de la noche creciente, cuyos lánguidos lazos comienzan a trepar sobre ti. Y harías bien en saborear el dulce aroma de la oscuridad que comienza a rodearte; pues es un sublime néctar, cuyos delicados matices no son apreciados por muchos. Pero sobretodo no  te olvides de acercarte. No incumplas tu promesa. No falles al deber. No te falles a ti mismo. No olvides acercarte al abismo.

Contempla su infinita negrura. Observa los enredados restos de niebla que se agrupan a sus pies, en algún ignoto fondo, alejado eones de aquel risco; tu superficie. Pero ahora no es momento de temer. Ve al borde del precipicio y salta.

Sentirás como unos últimos fragmentos de tierra firme se adhieren a tus pies descalzos. Y se formará tras de ti un fino rastro de tierra, polvo y lágrimas.  No volverás atrás tu vista, y no la mantendrás sino enfocada en la negrura hacia donde te diriges. El espeso manto de brumas hacia el que te lanzas  en inminente acto de osadía. 

Experimentarás el aterciopelado danzar del aire, arremolinándose en torno a tu cuerpo desnudo. Moviéndose con celeridad alrededor de tus cabellos, acariciando tu torso, danzando por entre tus dedos; erizando el vello de tu piel. Y saborearás la libertad de tu salto, el albedrío de tu singular prolapso;  el dejo de tus diablos, el aroma de tus miedos. 

Has de saber que habrá momentos en los que la confusión impere tu mente, y no sepas si flotas o vuelas, si caes o planeas. Instantes en los que las sombras, rutilantes, se concentren en torno a ti; y dudes.
Sucumbirá tu aún frágil carne al temor a no volver a ver la luz. Y tibias lágrimas de dolor y miedo surcarán tu rostro, pero el viento se las llevará. Se deslizarán por tu cuerpo, recorrerán tus muslos, y desembocarán por los dedos de tus pies hacia piélagos del mar de aire que dejas a tu paso. Desaparecerán diluidas en el infinito.  

Habrás de acelerar entonces tu caída, pues tratarás de despojarte de tus miedos deprisa. No será sino la velocidad que adquiera tu cuerpo cayendo la que evite el temor de tu mirad, la que enturbie tu mente y haga embalar tu vida. Una carencia total de nitidez mermará tus sentidos, y no podrás hacer otra cosa sino aceptar tu destino

He de aconsejarte y decirte que deberás cerrar los ojos, pues ya no te servirán más abiertos, y en ese momento serás conocedor de tu luz; sentirás tu cuerpo arder, con la dulce deflagración del que ya nada teme. Serás cometa ígneo, avatar de la ceniza yerta y del nuevo fuego. Frágil carne y regenerador deseo.
Sentirás conforme vas cayendo, como tu fin se acerca y se aproxima tu comienzo. Y ya no temerás el impacto; dominarás tu descenso. Perforarás con tus ennegrecidas uñas tu espalda, y mudarás tu piel al viento. De tu erguida espalda surgirán dantescas alas ocres, ligeras y  etéreas, pero tenaces como el acero. 

El abismo temblará ante tu magnánimo aleteo. El tiempo obedecerá, y tu caída se decelerará hasta que seas su dueño. Y habrá de llegar el momento en el que seas el señor del abismo, y navegues por su infinita longitud, saciando tus anhelos. Podrás  entonces, acceder de nuevo a la superficie que una vez dejaste atrás. Pero ahora eres un ser alado, y la luz y la negrura se arremolinan ya, a tus pies, arrodillándose en el suelo.


Recuerda entonces, y no olvides nunca. Ve al borde del precipicio  y salta. Constrúyete las alas mientras caes.

miércoles, 20 de junio de 2012

Tale I.



El escenario se encontraba desierto. La tenue luz de los faros, o de los que aún conseguían mantenerse en funcionamiento, proyectaban fantasmagóricas sombras por entre restos de decorado y los espejos rotos. Amplios cortinajes aterciopelados caían desde bastidores hasta el tablado. El polvo flotaba, atemporal, ahogando, con la fuerza de lo inmutable, todos los artilugios que se hallaban desperdigados por la gran sala; vieja gloria de la arquitectura art-decó. 

Y allí yacía él, agazapado en un oscuro rincón. Tratando de extraer una esquirla de su rostro. Tratando de encontrar ese fragmento de máscara, que tras tanto tiempo se había fundido a él. Eones de impía y desfigurada simbiosis. Una tibia gota de sangre resbaló por su mentón, para colarse por entre sus dedos y morir sobre su impecable traje. Logró separar de sí mismo una fina capa de piel. Con esmero tiró de ella, como el que trata de arrancar delicadamente una flor de la tierra. La sangre fluyó jugosa cuando por fin extirpó su alma. Y tras eones consiguió sacar fuerzas para mirarse; ver su verdadero rostro. Y se observó en un fragmento de espejo. Pero sólo vio oscuridad; un rostro vacío, negro, sin rasgo alguno. Sólo dos pequeños orificios níveos, minúsculos y esféricos; a la altura de los ojos. 

... tarde o temprano tendría que cambiar de máscara.

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Jack

jueves, 14 de junio de 2012

Si yo fuera vuestro vampiro

Si yo fuera vuestro vampiro… ¿Por qué habría de amaros durante la exhalación de una noche, cuando podríais beber de mi sangre y ser eternamente mía? ¿Qué razón habría de sobreponerse a mi voluntad, y en presuntuoso ardid, impedirme poseeros más allá de la palidez del crepúsculo? ¿Y vos? ¿Quién podría ya lidiar con vuestra recién adquirida sed más que el vampiro del trono del cuervo?

Anhelaríais a cada instante embriagaros con el perfume de mi piel, con la tenue calidez de mis labios. Ambicionaríais mi mordisco, y la estridente excitación que os provocaría su incisión… Sentiríais en vuestro agitado cuerpo la imperiosa necesidad de postraros ante mí otra noche más; el deseo de sentirme dentro de vos. ¿No acabaríais, sin mí, lamentablemente sumida en profundas y húmedas ensoñaciones,  propias de la más turbia demencia? Decidme si existiría quien pudiese paliar de nuevo siquiera una parte de vuestra ansia.  Decidme quién; decidme quién mitigaría ya, con el esmerado uso de las más prohibidas artes, vuestra elevada y libidinosa apetencia. 

Si yo fuera vuestro vampiro… habría de haber ascendido desde dentro de mis entrañas, resurgiendo desde la podredumbre de mi cuerpo yerto. Habría renacido para vos, bañado en tibias gotas de sangre que esperarían ser saboreadas por entero. Pero aguardarían ese momento dentro de mí, dentro de la pasajera ampolla que atesoraría la llave de mi eterno vínculo con vos.

Danzaría por entre las sombras, recogiendo las porciones más sublimes de deseo. Tomaría una bocanada de nocturna negrura para sumirme en mi letargo. Pues cuanto más ampliamente durmiese, más despierto soñaría. Me sumergiría en manantiales oníricos, allí donde fluyen la luz de luna y la algidez glacial. Purgaría mi cuerpo marchito de  tierra, vida y muerte. Me habría preparado para absorber la cálida textura de vuestra piel desnuda. Yaceríais otra noche más envuelta en luctuosas tinieblas.
La hora llegaría puntual, para perderse cual  suspiro al viento entre un mar de hojas otoñales, y mi reloj de muñeca, antiguo símbolo extinguido, pararía sus agujas con aspereza, marcando el momento en el que habríais de susurrar a la noche por mí.

Suspiraríais hacia el infinito, llamándome en silencio. Y yo acudiría siempre a arroparos, a calmar vuestra pena. Os encontraría, semidesnuda, sumergida en un mar de sábanas blancas. Aquella cálida habitación recibiría mis pasos, nacidos de aquella ventana tan convenientemente abierta, con quejumbrosos crujidos bajo las tablas de oscuro roble. Vuestra mansión me recibiría cortésmente, y vos lo haríais excitada y húmeda. Una ráfaga de viento inundaría los pliegues de vuestro corpiño, enredándose por entre las finas puntillas, enmarañándose a vos cual silencioso lazo de seda; inmovilizándoos ante mi presencia. 

Ahogaríais un grito, y os incorporaríais súbitamente. Las  sábanas  se deslizarían por vuestro busto y vuestros pechos, dejando entrever un esbelto cuerpo de mujer. La leve marca de unos pezones duros sobre vuestro sostén os delataría… Y vuestro centro comenzaría a agitarse, vuestro libido se dispararía. Pero no os otorgaría la concesión de saciar vuestros más oscuros deseos aún; antes os haría mía.

Practicaría un fino corte en mi muñeca, y con lujuria, de mi sangre beberíais.

martes, 5 de junio de 2012

15th V157 a.p., Valle del Céfiro Helado, Helheim.



El aire condensado de su respiración flotaba, etéreo, momentos antes de desvanecerse y fundirse con los copos de nieve que caían. Con gran esfuerzo apoyó sus ásperas manos, envueltas en raídas pieles, sobre el gran portón helado. Las resquebrajadas bisagras comenzaron su lánguido cántico. Una frígida ráfaga de ventisca se adentró en la gran sala, danzando a su voluntad por entre las elevadas columnatas centrales. Los silbidos de la tempestad exterior se colaban por las grietas de la cámara. A pesar de estar concebida para aguantar las inclemencias de aquellas tierras, hacia ya demasiado tiempo que la furia de los elementos había arrebatado la victoria a la arquitectura, pues un ala se había derrumbado. Pero el trono seguía incólume. Y Hela se alzaba magna e impetuosa sobre él.  Su mirada, azul y atemporal,  permanecía erguida,  gobernando los reinos de Helm. Y hubo un instante en el que hubo de posarse sobre el hombre que avanzaba hacia el trono. El espía avanzó, temeroso. Se detuvo. Hincó la rodilla en el suelo…

“Mis más oscuros saludos, diosa. Al fin he regresado, tras presenciar lo que os narraré si gustáis. Hace ya demasiado que abandone estas mis tierras, para adentrarme en los ignotos reinos de Blashyrkh. Ignoraba yo por aquel entonces la forma de llegar a el destino de mi misión, mas de una forma que aun desconozco, llegó un lejano día en el que pude sentir que me encontraba en la región septentrional de Blashyrkh.

Y pase mil intempestuosas noches perdido por entre los refulgentes glaciares, empantanados de frio y de muerte. Logré traspasar profundos ríos, infectados de negrura y pestilencia; ríos cuyas aguas, nada envidiaban a las emitidas por Hvergelmir. Creí ver en una ocasión las aguas de Gjöll, mas fue probable no fuera más que mi volátil imaginación. Y hube de haber perecido bajo las nieves, que se deleitaban aguardándome en silencio; pero vos sabéis quien soy, y no se acaba conmigo tan fácilmente. Pude contemplar, en los escasos días claros, decrépitos baluartes en la lejanía. Antiguos parapetos y fortificaciones; habitados ya, únicamente, por el viento y la desesperación. No parecía posible que ser vivo o muerto alguno hubiese habitado allí nunca. Nunca... Tampoco incluso cuando, como parecía evidente, eones atrás, las fortificaciones hubiesen conseguido mantener sus muros y bóvedas en pie.

Deambulé durante meses, sin descanso; deteniéndome únicamente para poder admirar con desconfiado asombro los extraños y oníricos prodigios de los reinos inferiores de Blashyrkh. Fui testigo de las más dantescas y ocultas brujerías, amortajadas por el silencio de los helados valles y las ignotas cordilleras. Fui suspicazmente capaz de descubrir a los impíos acólitos  del heredero del trono del cuervo; que  reptaban arriba, por entre las montañas, tratando inútilmente de descubrir mi posición. Pues por alguna oscura razón, de alguna oscura forma, sospechaban de mi intrusión. Y me temían y odiaban, mi señora, pues temen de vuestros propósitos.

Y logré encaramarme a muchas colinas, luchando contra el viento huracanado, que osaba tratar de arrojarme a los abismos del vacio. Y pude cartografiar mi ruta, tomando cuantas referencias pude; logrando trazar con mediana exactitud la senda hacia las profundidades de Blashyrkh. Y así fue como con lentitud fui avanzando hacia el norte.

Crucé congelados océanos, y atravesé profanos desfiladeros. Y hubo un día en el que mis exploraciones llegaron hasta el Corazón del invierno. La garganta más profunda, interminable y remota en la que he posado nunca mis ojos. Allí donde la montaña protege al valle con pasión, y el viento helado danza junto a la niebla. Allí donde el gran cuervo sobrevuela sus dominios más preciados a voluntad. Allí, por donde entre las turbias y pesarosas neblinas, siembra y persevera el  respeto hacia su reinado eterno. Pues es él y no otro, el alma de Blashyrkh; pero no su cuerpo. Pues este no es sino otro que el heredero del trono del cuervo.

Y existe en el Corazón del Invierno un amplio lago helado, al que ninguna corriente nutre y del que no nace rio alguno. Y es cerca de aquel lugar, no me cabe duda,  donde bañado en gélidos vapores de ether se alza magno el bastión del trono del cuervo. Y allí donde el heredero del cuervo reina con firme sabiduría sobre su legítima poltrona. Y juro, jamás ningún mortal, podrá contemplar tal conjunción de impresiones. Oscuros pesares usurparon mi agotado aliento. Los cristalizados muros de obsidiana y caliza, fulgurantes y desdentados por el invierno; elevados entre columnatas perdidas entre las alturas. Elevaciones y depresiones en la piedra, coronadas mediante recios estandartes y estatuas.  Las hipnotizantes bóvedas y arcos de media punta. Las gárgolas caricaturescas, con un gesto torcido, propio del más estrambótico e impío ser deforme…

 Y tras lo que pudieron ser horas, y tras conseguir desviar mi atenta mirada del bastión del trono del cuervo, pude vislumbrar con espanto los innominables ejércitos del trono del cuervo. Una apacible avalancha de horror inundó mis cansados ojos, pues jamás hube contemplado tan vasta extensión de terreno sembrado de tropas. Magnos ejércitos. Inmutables, ante la caída de la nieve y el asalto de los cuatro vientos. Hacía ya demasiado tiempo que se habían comenzado a fundir con el terreno; nevado, frio y montañoso. Miles de manchas doradas y plateadas, agrupadas en minuciosa formación; propia de los más disciplinados y fanáticos hombres de armas, se erguían, funestos, sobre aquel extenso valle. Y deduje entonces de su naturaleza, muerta y sagrada; pues vi sus armaduras resplandecer  escarchadas, pero no fui capaz de distinguir rostro ni alma alguna bajo las cotas de malla. Cientos de estandartes raídos ondeaban bajo el cielo gris. Difusas apreciaciones en la lejanía; ignotas para mi consciencia hasta aquel momento. Agazapado durante días seguí con la mirada cómo sólo el viento de Blashyrkh era capaz de persuadir a sus aciagos adalides. Persuadirles para que permitiesen que las capas y armaduras de sus ejércitos danzasen a merced de los elementos.

Y hubo una ocasión en que pensé en vos, diosa. Y me concentré con devota intensidad. Y traté de reunir con ello las fuerzas suficientes para poder escapar con vida de aquellos remotos reinos. Y cuestioné el valor de mi vida, mi destino y el valor de lo que en mi incursión, había sido capaz de contemplar. Y me encontraba divagando en aquellas lucubraciones, cuando en la más remota lejanía, puede percibir como uno de los adalides comenzaba a moverse; tornando la dirección de su mirada hacia el suroeste. Tornando su mirada hacia mi posición. Y no hubo de transcurrir demasiado tiempo cuando todos los generales del heredero del trono, habían girado sus vacios rostros hacia mi posición; como si fuesen capaces de saber, que alguien, en algún lugar, estaba pensando en Hela.

Y pronto todo el ejercito se hallaba observándome; y no pude hacer otra cosa, más que...

jueves, 24 de mayo de 2012

No eres ningún Héroe


No eres ningún héroe.

Buscas el oro y la gloria a fuerza de espada y conjuro. Tratas de endurecerte entre la sangre y los despojos de los débiles;  cabalgando entre las tinieblas, derrotando a las hordas de enemigos que osaron atacarte, pero no eres ningún héroe.  Los demonios acuden a por ti cada noche y se introducen en tu mirada, congelan tu aliento y erizan el vello de tu piel. Ahora solo te quedan tus viejos vaqueros desgastados, tu cazadora de cuero y  aquella medio vacía botella de whisky. 

Trataste de adentrarte en los rincones más oscuros de tu corazón, y derrotar al gran dragón escarlata que dominaba tu cuerpo; arrancando de ti la fuerza y la violencia necesaria para derrocar a tus demonios. Pero jamás hubo ningún dragón, y en aquella caverna nunca hubo sino el denso vapor que llenaba tus pulmones de ponzoña. Y habías de caer desmayado; pues no eres ningún héroe. La única arma que utilizaste fue aquella navaja automática, que un día robaste a tu padre, de su escritorio. 

Quisiste forjar tu propia espada, y remachar tu propio escudo, formando una armadura capaz de soportar el más feroz de los ataques. Pero olvidaste quien era el enemigo, y trataste a tus aliados con desprecio, arrojándolos a los abismos de tu corazón. Y sólo conseguiste ensangrentar tu espada, con la sangre de tu sangre; y tu armadura se oxidó. Y te encontraste desnudo. Trataste de huir.

Empapaste tu antorcha con whisky, y comenzó a arder. Caminaste hacia el interior del laberinto, tratando de buscar la entrada a las catacumbas; arrastrando junto a ti el peso de los aliados a los que asesinaste, para poder darles un entierro justo. Pero no eres ningún héroe. Y cuando creíste encontrar el indicio de una puerta abriste los ojos, y contemplaste el techo de tu habitación; los posters de tus cantantes favoritos te miran desde la pared y la resaca hace palpitar tu sien.

Abandonaste tu morada enojado, abandonado por tus dioses, reprochado por tu amor y repudiado por tus enemigos. Pero no caíste cuando trataron de pisarte, pues buscabas el palacio de la luna; y en las oscuras noches podías ver el vapor de tu aliento ascendiendo hacia las estrellas. El licor embriagaba tus sentidos y flotaba en la noche, cuando las guitarras tronaban y respirabas la blanca nieve. Pero después viste el  amanecer y te cegó los ojos. Resecó el vómito de tu cazadora de cuero; después comentaste a caminar.

Y ahora no ves más que sombras que reflejan su negrura sobre tu camino, y sabes cuan amargos son tus pasos. Entre trago y trago miras hacia delante, tratando de vislumbrar a ese al que nunca más veras, tratando de encontrar a todos aquellos que dejaste atrás. Y recuerdas de nuevo que fuiste tú quien eligió ese camino, por el que el que nadie te obligo a caminar.

 Perdiste a muchos compañeros de viaje, y ahora no tienes a tu alrededor más que a tus demonios, aquellos que siempre temiste, aquellos que siempre te hicieron compañía.  Nunca lograste escapar de ellos y nunca los olvidaras. Pero no eres ningún héroe.  Lo libros que leíste de joven contaban que había tesoros por ganar en las profundidades de la tierra, pero tú jamás los encontrarás.

domingo, 20 de mayo de 2012

Essem-Dra

Buscaste la luz al fondo del serpenteante pasadizo excavado en roca. Y por fin, sentiste el sonido hueco de tus pasos adentrándote en el atrio de aquel luctuoso templo subterráneo. Fuiste  capaz de oír el sonido del agua repiqueteando contra el suelo; resonando por entre las estalactitas y las paredes arcillosas. Pero no ahogaste tu sed con el fresco fluir de aquellos muros, pues continuabas adentrándote, absorto en pensamientos que transcendían tu entendimiento. La buscabas; y ahora tu mente no responde, pues pertenece a Essem-Dra. 

La luz de tu antorcha danzaba para tus ojos, retorciéndose por cada rincón, creando un sinfín de sombras que no eras capaz de discernir;  sombras que te acompañaron por las sinuosas galerías subterráneas. Y sólo conseguiste atraer hacia ti pensamientos que evadieron tu mente para atravesar ignotos planos etéreos. Y las brumas se apoderaron de tu mermada cordura.

Rozaste con tu temblorosa mano las ásperas columnatas, que mantuvieron en pie la gran bóveda de Balth desde hace eones; y ya no sientes sino el hipnótico asombro ancestral ante la regia majestuosidad de aquel templo; pues, ahora ya, tu mente no te pertenece; ahora obedece a Essem-Dra.

 Contemplaste los surcos de los adarves, y los impíos camafeos; tallados bajo atávicas y esmeradas  glípticas. Movido por algún antiguo instinto, comenzaste a caminar con incuestionable celeridad. Serpenteaste con amplias zancadas las dantescas esculturas. Y ellas te observaron, inmóviles desde los pedestales sobre los que siempre reposaron. Pero no detuviste tus pasos tratando de desentrañar cuan extraños seres representan aquellas tallas, pues para algún fragmento de ti siempre fueron ampliamente conocidos.

Cruzaste bajo los arcos del patio de Mhis Srham, buscando con obsesiva desesperación los grandes portones de hierro. Y los encontraste ante tus ojos, pues siempre estuvieron entreabiertos, esperándote. Conseguiste atravesar la sala orbicular desechando tus temores; afianzando con rectitud tus renqueantes pasos. Y por fin alzaste la vista ante los magnánimos portones, que, con un gemido, te mostraron las escaleras por las que debías descender. Y no dudaste en hacerlo, pues ahora ya, tu mente no lucubra, pues ya sólo lucubra para Essem-Dra. 

No dudaste en retirar tu capucha de entre tus enmarañados cabellos, pues percibiste su tenue susurro, emergiendo de las profundidades de la tierra. Y advertiste, turbado, el sinuoso incienso que emanaba de la negrura. Tu mente se pobló de ancianas evocaciones de un pasado refulgente, perdido desde hace demasiado tiempo, repleto de la luz de Balth; elucubraciones que siempre se ocultaron, titilantes, en algún lugar de tu decrépita consciencia. Pero debías continuar, y acelerar tus pasos. La sangre se derramó por tu rostro cuando caíste y rasgaste tu piel con la fría piedra. Pero no sentiste  ya un dolor que no fue para ti sino un tibio fluir que alivió tu esencia. 

Caminaste por interminables pasadizos, perdido en ocasiones ante un mar de incienso y roca, de tan densa negrura, que temiste haberte extraviado de tu senda. Pero hubo de llegar el momento en el que por fin encontraste el núcleo de Essem-Dra. Tus pasos te llevaron a su templo. Y allí estaba ella, alzada sobre regios poltrones dorados. Y se te permitió observarla. Inmóvil, atemporal y eterna, como si de un innominable sueño se tratase; como si se unieran el cielo y la tierra.

Essem-Dra, la diosa escamada. Sus ojos, escarchados, proyectaban ponzoñosos halos añil e índigo. Y no fuiste capaz de apartar tu mirada de ella. Y te arrodillaste ante su divinidad. Su esbelto cuerpo de mujer, fulguraba con la fuerza de cien soles, y los cientos de escamas que cubrían su cuerpo desnudo te cegaron, pues el reflejo de los halos de luz helada flotaban por su cubil de piedra. Soltaste tu antorcha, que agonizo su flama en la ambrosia que bañaba los pies de tu diosa. La luz y la oscuridad se fusionaron, permitiéndote ver todo aquello que siempre anhelaste. Toda la sala parecía girar en torno a ella. Las partículas de polvo, rutilantes, parecían acariciar su antiguo y joven busto. Y te uniste a los elementos, acariciando sus senos con tu mirada, admirando con fanática obsesión sus curvas y su cristalizado rostro. 

Y se te permitió sentir de nuevo. Y trataste de extraer una escama de su perfecto rostro. Una tibia gota de sangre resbaló por su mentón, para colarse por entre sus pechos y morir sobre su impecable centro. Y de su vientre nació una serpiente de dorado éter que se enroscó delicadamente sobre su cuello…formando un sinfín de círculos concéntricos, que te trajeron luz, pero se convirtieron en tu más oscuro tormento.