martes, 5 de junio de 2012

15th V157 a.p., Valle del Céfiro Helado, Helheim.



El aire condensado de su respiración flotaba, etéreo, momentos antes de desvanecerse y fundirse con los copos de nieve que caían. Con gran esfuerzo apoyó sus ásperas manos, envueltas en raídas pieles, sobre el gran portón helado. Las resquebrajadas bisagras comenzaron su lánguido cántico. Una frígida ráfaga de ventisca se adentró en la gran sala, danzando a su voluntad por entre las elevadas columnatas centrales. Los silbidos de la tempestad exterior se colaban por las grietas de la cámara. A pesar de estar concebida para aguantar las inclemencias de aquellas tierras, hacia ya demasiado tiempo que la furia de los elementos había arrebatado la victoria a la arquitectura, pues un ala se había derrumbado. Pero el trono seguía incólume. Y Hela se alzaba magna e impetuosa sobre él.  Su mirada, azul y atemporal,  permanecía erguida,  gobernando los reinos de Helm. Y hubo un instante en el que hubo de posarse sobre el hombre que avanzaba hacia el trono. El espía avanzó, temeroso. Se detuvo. Hincó la rodilla en el suelo…

“Mis más oscuros saludos, diosa. Al fin he regresado, tras presenciar lo que os narraré si gustáis. Hace ya demasiado que abandone estas mis tierras, para adentrarme en los ignotos reinos de Blashyrkh. Ignoraba yo por aquel entonces la forma de llegar a el destino de mi misión, mas de una forma que aun desconozco, llegó un lejano día en el que pude sentir que me encontraba en la región septentrional de Blashyrkh.

Y pase mil intempestuosas noches perdido por entre los refulgentes glaciares, empantanados de frio y de muerte. Logré traspasar profundos ríos, infectados de negrura y pestilencia; ríos cuyas aguas, nada envidiaban a las emitidas por Hvergelmir. Creí ver en una ocasión las aguas de Gjöll, mas fue probable no fuera más que mi volátil imaginación. Y hube de haber perecido bajo las nieves, que se deleitaban aguardándome en silencio; pero vos sabéis quien soy, y no se acaba conmigo tan fácilmente. Pude contemplar, en los escasos días claros, decrépitos baluartes en la lejanía. Antiguos parapetos y fortificaciones; habitados ya, únicamente, por el viento y la desesperación. No parecía posible que ser vivo o muerto alguno hubiese habitado allí nunca. Nunca... Tampoco incluso cuando, como parecía evidente, eones atrás, las fortificaciones hubiesen conseguido mantener sus muros y bóvedas en pie.

Deambulé durante meses, sin descanso; deteniéndome únicamente para poder admirar con desconfiado asombro los extraños y oníricos prodigios de los reinos inferiores de Blashyrkh. Fui testigo de las más dantescas y ocultas brujerías, amortajadas por el silencio de los helados valles y las ignotas cordilleras. Fui suspicazmente capaz de descubrir a los impíos acólitos  del heredero del trono del cuervo; que  reptaban arriba, por entre las montañas, tratando inútilmente de descubrir mi posición. Pues por alguna oscura razón, de alguna oscura forma, sospechaban de mi intrusión. Y me temían y odiaban, mi señora, pues temen de vuestros propósitos.

Y logré encaramarme a muchas colinas, luchando contra el viento huracanado, que osaba tratar de arrojarme a los abismos del vacio. Y pude cartografiar mi ruta, tomando cuantas referencias pude; logrando trazar con mediana exactitud la senda hacia las profundidades de Blashyrkh. Y así fue como con lentitud fui avanzando hacia el norte.

Crucé congelados océanos, y atravesé profanos desfiladeros. Y hubo un día en el que mis exploraciones llegaron hasta el Corazón del invierno. La garganta más profunda, interminable y remota en la que he posado nunca mis ojos. Allí donde la montaña protege al valle con pasión, y el viento helado danza junto a la niebla. Allí donde el gran cuervo sobrevuela sus dominios más preciados a voluntad. Allí, por donde entre las turbias y pesarosas neblinas, siembra y persevera el  respeto hacia su reinado eterno. Pues es él y no otro, el alma de Blashyrkh; pero no su cuerpo. Pues este no es sino otro que el heredero del trono del cuervo.

Y existe en el Corazón del Invierno un amplio lago helado, al que ninguna corriente nutre y del que no nace rio alguno. Y es cerca de aquel lugar, no me cabe duda,  donde bañado en gélidos vapores de ether se alza magno el bastión del trono del cuervo. Y allí donde el heredero del cuervo reina con firme sabiduría sobre su legítima poltrona. Y juro, jamás ningún mortal, podrá contemplar tal conjunción de impresiones. Oscuros pesares usurparon mi agotado aliento. Los cristalizados muros de obsidiana y caliza, fulgurantes y desdentados por el invierno; elevados entre columnatas perdidas entre las alturas. Elevaciones y depresiones en la piedra, coronadas mediante recios estandartes y estatuas.  Las hipnotizantes bóvedas y arcos de media punta. Las gárgolas caricaturescas, con un gesto torcido, propio del más estrambótico e impío ser deforme…

 Y tras lo que pudieron ser horas, y tras conseguir desviar mi atenta mirada del bastión del trono del cuervo, pude vislumbrar con espanto los innominables ejércitos del trono del cuervo. Una apacible avalancha de horror inundó mis cansados ojos, pues jamás hube contemplado tan vasta extensión de terreno sembrado de tropas. Magnos ejércitos. Inmutables, ante la caída de la nieve y el asalto de los cuatro vientos. Hacía ya demasiado tiempo que se habían comenzado a fundir con el terreno; nevado, frio y montañoso. Miles de manchas doradas y plateadas, agrupadas en minuciosa formación; propia de los más disciplinados y fanáticos hombres de armas, se erguían, funestos, sobre aquel extenso valle. Y deduje entonces de su naturaleza, muerta y sagrada; pues vi sus armaduras resplandecer  escarchadas, pero no fui capaz de distinguir rostro ni alma alguna bajo las cotas de malla. Cientos de estandartes raídos ondeaban bajo el cielo gris. Difusas apreciaciones en la lejanía; ignotas para mi consciencia hasta aquel momento. Agazapado durante días seguí con la mirada cómo sólo el viento de Blashyrkh era capaz de persuadir a sus aciagos adalides. Persuadirles para que permitiesen que las capas y armaduras de sus ejércitos danzasen a merced de los elementos.

Y hubo una ocasión en que pensé en vos, diosa. Y me concentré con devota intensidad. Y traté de reunir con ello las fuerzas suficientes para poder escapar con vida de aquellos remotos reinos. Y cuestioné el valor de mi vida, mi destino y el valor de lo que en mi incursión, había sido capaz de contemplar. Y me encontraba divagando en aquellas lucubraciones, cuando en la más remota lejanía, puede percibir como uno de los adalides comenzaba a moverse; tornando la dirección de su mirada hacia el suroeste. Tornando su mirada hacia mi posición. Y no hubo de transcurrir demasiado tiempo cuando todos los generales del heredero del trono, habían girado sus vacios rostros hacia mi posición; como si fuesen capaces de saber, que alguien, en algún lugar, estaba pensando en Hela.

Y pronto todo el ejercito se hallaba observándome; y no pude hacer otra cosa, más que...

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