Buscaste la luz al fondo del
serpenteante pasadizo excavado en roca. Y por fin, sentiste el sonido hueco de
tus pasos adentrándote en el atrio de aquel luctuoso templo subterráneo.
Fuiste capaz de oír el sonido del agua repiqueteando contra el suelo; resonando por entre las estalactitas y las paredes
arcillosas. Pero no ahogaste tu sed con el fresco fluir de aquellos muros, pues
continuabas adentrándote, absorto en pensamientos que transcendían tu
entendimiento. La buscabas; y ahora tu mente no responde, pues pertenece a
Essem-Dra.
La luz de tu antorcha danzaba para tus
ojos, retorciéndose por cada rincón, creando un sinfín de sombras que no eras
capaz de discernir; sombras que te
acompañaron por las sinuosas galerías subterráneas. Y sólo conseguiste atraer
hacia ti pensamientos que evadieron tu mente para atravesar ignotos planos
etéreos. Y las brumas se apoderaron de tu mermada cordura.
Rozaste con tu temblorosa mano las
ásperas columnatas, que mantuvieron en pie la gran bóveda de Balth desde hace
eones; y ya no sientes sino el hipnótico asombro ancestral ante la regia
majestuosidad de aquel templo; pues, ahora ya, tu mente no te pertenece; ahora obedece
a Essem-Dra.
Contemplaste los surcos de los adarves, y los
impíos camafeos; tallados bajo atávicas y esmeradas glípticas. Movido por algún antiguo instinto,
comenzaste a caminar con incuestionable celeridad. Serpenteaste con amplias
zancadas las dantescas esculturas. Y ellas te observaron, inmóviles desde los
pedestales sobre los que siempre reposaron. Pero no detuviste tus pasos
tratando de desentrañar cuan extraños seres representan aquellas tallas, pues
para algún fragmento de ti siempre fueron ampliamente conocidos.
Cruzaste bajo los arcos del patio de
Mhis Srham, buscando con obsesiva desesperación los grandes portones de hierro.
Y los encontraste ante tus ojos, pues siempre estuvieron entreabiertos,
esperándote. Conseguiste atravesar la sala orbicular desechando tus temores;
afianzando con rectitud tus renqueantes pasos. Y por fin alzaste la vista ante
los magnánimos portones, que, con un gemido, te mostraron las escaleras por las
que debías descender. Y no dudaste en hacerlo, pues ahora ya, tu mente no
lucubra, pues ya sólo lucubra para Essem-Dra.
No dudaste en retirar tu capucha de
entre tus enmarañados cabellos, pues percibiste su tenue susurro, emergiendo de
las profundidades de la tierra. Y advertiste, turbado, el sinuoso incienso que
emanaba de la negrura. Tu mente se pobló de ancianas evocaciones de un pasado
refulgente, perdido desde hace demasiado tiempo, repleto de la luz de Balth; elucubraciones
que siempre se ocultaron, titilantes, en algún lugar de tu decrépita consciencia.
Pero debías continuar, y acelerar tus pasos. La sangre se derramó por tu rostro
cuando caíste y rasgaste tu piel con la fría piedra. Pero no sentiste ya un dolor que no fue para ti sino un tibio
fluir que alivió tu esencia.
Caminaste por interminables pasadizos,
perdido en ocasiones ante un mar de incienso y roca, de tan densa negrura, que
temiste haberte extraviado de tu senda. Pero hubo de llegar el momento en el
que por fin encontraste el núcleo de Essem-Dra. Tus pasos te llevaron a su templo.
Y allí estaba ella, alzada sobre regios poltrones dorados. Y se te permitió
observarla. Inmóvil, atemporal y eterna, como si de un innominable sueño se
tratase; como si se unieran el cielo y la tierra.
Essem-Dra, la diosa escamada. Sus ojos,
escarchados, proyectaban ponzoñosos halos añil e índigo. Y no fuiste capaz de
apartar tu mirada de ella. Y te arrodillaste ante su divinidad. Su esbelto
cuerpo de mujer, fulguraba con la fuerza de cien soles, y los cientos de
escamas que cubrían su cuerpo desnudo te cegaron, pues el reflejo de los halos
de luz helada flotaban por su cubil de piedra. Soltaste tu antorcha, que
agonizo su flama en la ambrosia que bañaba los pies de tu diosa. La luz y la
oscuridad se fusionaron, permitiéndote ver todo aquello que siempre anhelaste.
Toda la sala parecía girar en torno a ella. Las partículas de polvo,
rutilantes, parecían acariciar su antiguo y joven busto. Y te uniste a los
elementos, acariciando sus senos con tu mirada, admirando con fanática obsesión
sus curvas y su cristalizado rostro.
Y se te permitió sentir de nuevo. Y
trataste de extraer una escama de su perfecto rostro. Una tibia gota de sangre resbaló por su mentón, para colarse por entre
sus pechos y morir sobre su impecable centro. Y de su vientre nació una
serpiente de dorado éter que se enroscó delicadamente sobre su cuello…formando
un sinfín de círculos concéntricos, que te trajeron luz, pero se convirtieron
en tu más oscuro tormento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario