El
aire condensado de su respiración flotaba, etéreo, momentos antes de
desvanecerse y fundirse con los copos de nieve que caían. Con gran esfuerzo
apoyó sus ásperas manos, envueltas en raídas pieles, sobre el gran portón
helado. Las resquebrajadas bisagras comenzaron su lánguido cántico. Una frígida
ráfaga de ventisca se adentró en la gran sala, danzando a su voluntad por entre
las elevadas columnatas centrales. Los silbidos de la tempestad exterior se
colaban por las grietas de la cámara. A pesar de estar concebida para aguantar
las inclemencias de aquellas tierras, hacia ya demasiado tiempo que la furia de
los elementos había arrebatado la victoria a la arquitectura, pues un ala se
había derrumbado. Pero el trono seguía incólume. Y Hela se alzaba magna e
impetuosa sobre él. Su mirada, azul y
atemporal, permanecía erguida, gobernando los reinos de Helm. Y hubo un
instante en el que hubo de posarse sobre el hombre que avanzaba hacia el trono.
El espía avanzó, temeroso. Se detuvo. Hincó la rodilla en el suelo…
“Mis más oscuros saludos, diosa. Al
fin he regresado, tras presenciar lo que os narraré si gustáis. Hace ya
demasiado que abandone estas mis tierras, para adentrarme en los ignotos reinos
de Blashyrkh. Ignoraba yo por aquel entonces la forma de llegar a el destino de
mi misión, mas de una forma que aun desconozco, llegó un lejano día en el que
pude sentir que me encontraba en la región septentrional de Blashyrkh.
Y pase mil intempestuosas noches
perdido por entre los refulgentes glaciares, empantanados de frio y de muerte. Logré
traspasar profundos ríos, infectados de negrura y pestilencia; ríos cuyas
aguas, nada envidiaban a las emitidas por Hvergelmir. Creí ver en una ocasión
las aguas de Gjöll, mas fue probable no fuera más que mi volátil imaginación. Y
hube de haber perecido bajo las nieves, que se deleitaban aguardándome en
silencio; pero vos sabéis quien soy, y no se acaba conmigo tan fácilmente. Pude
contemplar, en los escasos días claros, decrépitos baluartes en la lejanía.
Antiguos parapetos y fortificaciones; habitados ya, únicamente, por el viento y
la desesperación. No parecía posible que ser vivo o muerto alguno hubiese
habitado allí nunca. Nunca... Tampoco incluso cuando, como parecía evidente,
eones atrás, las fortificaciones hubiesen conseguido mantener sus muros y
bóvedas en pie.
Deambulé durante meses, sin descanso;
deteniéndome únicamente para poder admirar con desconfiado asombro los extraños
y oníricos prodigios de los reinos inferiores de Blashyrkh. Fui testigo de las
más dantescas y ocultas brujerías, amortajadas por el silencio de los helados
valles y las ignotas cordilleras. Fui suspicazmente capaz de descubrir a los
impíos acólitos del heredero del trono
del cuervo; que reptaban arriba, por
entre las montañas, tratando inútilmente de descubrir mi posición. Pues por
alguna oscura razón, de alguna oscura forma, sospechaban de mi intrusión. Y me
temían y odiaban, mi señora, pues temen de vuestros propósitos.
Y logré encaramarme a muchas colinas,
luchando contra el viento huracanado, que osaba tratar de arrojarme a los
abismos del vacio. Y pude cartografiar mi ruta, tomando cuantas referencias
pude; logrando trazar con mediana exactitud la senda hacia las profundidades de
Blashyrkh. Y así fue como con lentitud fui avanzando hacia el norte.
Crucé congelados océanos, y atravesé
profanos desfiladeros. Y hubo un día en el que mis exploraciones llegaron hasta
el Corazón del invierno. La garganta más profunda, interminable y remota en la
que he posado nunca mis ojos. Allí donde la montaña protege al valle con
pasión, y el viento helado danza junto a la niebla. Allí donde el gran cuervo
sobrevuela sus dominios más preciados a voluntad. Allí, por donde entre las
turbias y pesarosas neblinas, siembra y persevera el respeto hacia su reinado eterno. Pues es él y
no otro, el alma de Blashyrkh; pero no su cuerpo. Pues este no es sino otro que
el heredero del trono del cuervo.
Y existe en el Corazón del Invierno un
amplio lago helado, al que ninguna corriente nutre y del que no nace rio
alguno. Y es cerca de aquel lugar, no me cabe duda, donde bañado en gélidos vapores de ether se
alza magno el bastión del trono del cuervo. Y allí donde el heredero del cuervo
reina con firme sabiduría sobre su legítima poltrona. Y juro, jamás ningún
mortal, podrá contemplar tal conjunción de impresiones. Oscuros pesares
usurparon mi agotado aliento. Los cristalizados muros de obsidiana y caliza,
fulgurantes y desdentados por el invierno; elevados entre columnatas perdidas
entre las alturas. Elevaciones y depresiones en la piedra, coronadas mediante
recios estandartes y estatuas. Las
hipnotizantes bóvedas y arcos de media punta. Las gárgolas caricaturescas, con
un gesto torcido, propio del más estrambótico e impío ser deforme…
Y tras lo que pudieron ser horas, y tras conseguir
desviar mi atenta mirada del bastión del trono del cuervo, pude vislumbrar con
espanto los innominables ejércitos del trono del cuervo. Una apacible avalancha
de horror inundó mis cansados ojos, pues jamás hube contemplado tan vasta
extensión de terreno sembrado de tropas. Magnos ejércitos. Inmutables, ante la
caída de la nieve y el asalto de los cuatro vientos. Hacía ya demasiado tiempo
que se habían comenzado a fundir con el terreno; nevado, frio y montañoso. Miles
de manchas doradas y plateadas, agrupadas en minuciosa formación; propia de los
más disciplinados y fanáticos hombres de armas, se erguían, funestos, sobre
aquel extenso valle. Y deduje entonces de su naturaleza, muerta y sagrada; pues
vi sus armaduras resplandecer escarchadas, pero no fui capaz de distinguir
rostro ni alma alguna bajo las cotas de malla. Cientos de estandartes raídos
ondeaban bajo el cielo gris. Difusas apreciaciones en la lejanía; ignotas para
mi consciencia hasta aquel momento. Agazapado durante días seguí con la mirada
cómo sólo el viento de Blashyrkh era capaz de persuadir a sus aciagos adalides.
Persuadirles para que permitiesen que las capas y armaduras de sus ejércitos
danzasen a merced de los elementos.
Y hubo una ocasión en que pensé en
vos, diosa. Y me concentré con devota intensidad. Y traté de reunir con ello
las fuerzas suficientes para poder escapar con vida de aquellos remotos reinos.
Y cuestioné el valor de mi vida, mi destino y el valor de lo que en mi
incursión, había sido capaz de contemplar. Y me encontraba divagando en
aquellas lucubraciones, cuando en la más remota lejanía, puede percibir como
uno de los adalides comenzaba a moverse; tornando la dirección de su mirada
hacia el suroeste. Tornando su mirada hacia mi posición. Y no hubo de
transcurrir demasiado tiempo cuando todos los generales del heredero del trono,
habían girado sus vacios rostros hacia mi posición; como si fuesen capaces de
saber, que alguien, en algún lugar, estaba pensando en Hela.
Y pronto todo el ejercito se hallaba
observándome; y no pude hacer otra cosa, más que...